29 abril 2006

BAFICI 2006: Ituzaingo zen

Hace un rato ya que el cine de Raúl Perrone cambió. En un momento dado algo del orden de la adultez, o más bien del mundo de los adultos, que no es lo mismo, se metió en sus películas, introdujo en ellas cierta gravedad, cierta amargura. Sus jóvenes más o menos rockers devinieron de pronto maridos frustrados, futuros padres desesperados: el personaje de Iván Noble en Peluca y Marisita es un ejemplo. En Late un corazón vimos como esta nueva situación cinematográfica de Perrone se afianzaba, se metía en cada hueco de esa casa en la que vivían los protagonistas. Incluso por primera vez parecía insinuarse allí un fantasma, una presencia familiar en el cine argentino menos interesante. Hablo de la nostalgia. Su película parecía referir por defecto a otro mundo, uno mejor, que ya no era posible bajo los cielos de Ituzaingo sino como evocación resignada. Pese a ese peligro, soslayado con mucha elegancia, su cine supo hacerse más seguro y sofisticado, menos preocupado por retratar con gracia a sus personajes que por registrar con rigor ese sentimiento de pérdida.

En La mecha, para mi gusto su mejor película, llevaba esa voluntad de registro de lo perdido a un extremo. La mecha no se refiere a ninguna mujer llamada Mercedes sino a la mecha de un calentador que el protagonista sale a buscar en un día más que desapacible por medio Gran Buenos Aires. Juan José Becerra describió bellamente a la película como un tratado sobre la durabilidad de los objetos. Eso está muy bien. Pero, además de ser extraordinaria, La mecha proponía casi un único momento de respiro con un sorpresivo hallazgo: una pareja de japoneses con la que el protagonista se topaba en medio de su travesía. Implantada en el Oeste bonaerense, esta rareza acaso nos daba un indicio de un rumbo nuevo. Porque resulta que en Tarde de verano, la última película de Perrone, tenemos un romance entre un argentino y una japonesa, de modo que lo japonés ha entrado de lleno en el cine argentino finalmente. De algo de esto se ocupó Quintín aquí al lado, en su diario sobre el Bafici para el blog Los trabajos prácticos.

Pero yo quería hablar de Tarde de verano. En un nuevo giro, Perrone ha entrado en una especie de placidez, de calma feliz. Su película es ligera y sus planos son quizás más fluidos que nunca. Es cierto, persiste siempre esa ciudad bastante fea (que me perdonen sus habitantes), ese tránsito abigarrado, ese bochinche de radios, bocinas, televisores, altavoces, Perrone siempre trabajó muy bien el sonido ambiente; las conversaciones fuera de campo. Esos cielos grises. Pero hay algo parecido a la felicidad, con todos los matices que se quiera, que ha entrado en el mundo del director, que discurre en sus imágenes como un río tranquilo. Porque no se me ocurre definir de otro modo que no sea con la palabra feliz a ese extensísimo plano secuencia de la chica japonesa andando en bicicleta con el que empieza la película. La chica pedalea, se deja llevar en rueda libre, dobla una esquina pedaleando, otra vez rueda libre, otra vez a pedalear, otra esquina. Rueda libre otra vez. Otra esquina. Y así. La cámara la toma de frente sin abandonarla un instante. Esto ya es un indicio, una toma de posición. Es que en Tarde de verano Perrone ha hecho algo muy curioso. No utiliza esta historia de amor interracial para establecer un sistema de opuestos digamos, como si fuera un despliegue de figuras enfrentadas que marquen diferencias de idiosincrasia, de comportamiento, etc. Aquí lo japonés (cualquier cosa que esto sea) gana rotundamente, se apodera de las imágenes, omite los diálogos (los dos protagonistas prácticamente no se hablan en toda la película), acerca a los personajes y sus circunstancias al, si se me permite el disparate, terreno del kabuki.

Seguro que si Perrone oyera esto no le gustaría. Eso pasa. Si uno le dice a un artista que prefiere sus primeras obras a las últimas, él siente que se le está endilgando una pérdida de creatividad y se disgusta. Si se le dice que las últimas están mejor logradas que las primeras, percibe que se le está señalando un giro o un cambio de rumbo en su modo de trabajar que él no ha advertido. Y se disgusta también. De modo que no hay caso.
Pero a mí me gustan más sus últimas películas. En Tarde de verano el estado de enamoramiento de sus personajes (estado siempre precario, provisional, inestable: peligroso) se traduce en la película toda como estado de gracia (no comicidad): de embelesamiento, de jovialidad, de entusiasmo. En definitiva, un cine otra vez nuevo.

22 abril 2006

BAFICI 2006:el futuro es mujer

Resulta que dos de las mejores películas del festival llevan por título un nombre de mujer.
Una es la alemana Lucy. Maggy es una adolescente que carga con una hija de meses (la Lucy del título). La quiere pero no demasiado, la cuida pero no tanto. Cuando la abuela de la bebita no hace de niñera, la protagonista llama a alguno de sus amigos tan inexpertos como ella para que se encargue y así poder salir a bailar. Maggy tiene pelo negro, es pequeña, preciosa: nada alemana. Vive en la casa de su madre, con la que tiene una tensa relación, y no parece estudiar o trabajar. Una vuelta conoce a un tipo en un boliche y sin pensarlo dos veces se va con la beba a vivir con él. El director Henner Winckler se dedica a registrar estos módicos recorridos con una especie de obsesión clínica. Su película discurre en forma casi etérea, empeñada en sostener algo así como un grado cero del relato cinematográfico. En algún momento, y con el transcurso de los minutos, uno se siente autorizado a temer lo peor. Cuando la relación de la pareja empieza a deteriorarse las preguntas se imponen. ¿Será ésta una película canalla finalmente? ¿Lucy es despachada sin más trámite por el balcón? ¿Alguien se mata, prenden el gas y mueren los tres? Nada. Lucy es un película implacable en su rechazo a la idea de peripecia, una coartada burguesa, después de todo, demasiado a menudo un vehículo para el juicio o la intervención moral. Lucy está atravesada por una extraña luminosidad, una pudorosa belleza que no está relacionada con la idea de adorno o afeite sino con la respiración seca de cada plano y con el rostro cansado y triste de su protagonista.
En la otra película el nombre propio femenino viene multiplicado por tres. Se trata de Linda Linda Linda, del director Nobuhiro Yamashita. Parece que el nombre proviene del título de un hit del rock japonés, una especie de clásico que todo el mundo conoce por esos lares. O algo así. En todo caso, tres chicas preparan esa canción para una feria de fin de año del colegio pero les falta cantante. La elección recae por descarte en una compañera coreana que se encuentra haciendo un intercambio estudiantil. Como la chica se siente segregada por sus dificultades con el idioma japonés y sólo quiere que la quieran, acepta. Linda Linda Linda es una especialidad del cine asiático, algo que por allí parecen hacer como nadie: las comedias melancólicas. Sobria y crepuscular, tan alejada del repertorio de clisés sobre los adolescentes como del paternalismo que de allí se deriva, la película avanza en la construcción de la canción, los ensayos, mientras la chica coreana empieza a sentirse más y más a gusto. Más como en casa. Las cuatro protagonistas son lindas, lindas, lindas y rebosan gracia y comicidad. Y la canción, una suerte de punk rock tocado por ellas desde las entrañas produce una emoción genuina, primitiva. Es fin de año y la niñez se acerca a su fin. Inexorablemente. Esta película adorable registra ese punto álgido como si fuera un grito mudo, un llanto que se atora en la garganta pero que no se deja ver. Acaso por puro orgullo.

21 abril 2006

BAFICI 2006: Misterio a la yugoslava

Al parecer ésta venía recomendada por Mario Levin, que además de hacer cine (cada tanto, menos seguido de lo que yo quisiera) es psicoanalista.
La película se llama Awakening From The Dead (hay que aclarar que todos los títulos figuran en inglés sin importar la procedencia del film), algo así como “despertando de entre los muertos”. Me gustó parcialmente. En el marco de una Yugoslavia desmembrada, con Milosevic en el poder y las bombas de los aliados cayendo sobre Belgrado, un intelectual opuesto al régimen viaja a un pueblo de provincia para asistir a su padre enfermo. La idea del “retorno al pasado” (se trata del lugar donde el protagonista pasó su niñez) se representa con un viraje paulatino, casi imperceptible, del color al blanco y negro. No es parece un gran hallazgo. Allí el tipo se encuentra con ex compañeros de colegio, una antigua novia (con la que se acuesta); la mucama croata de su padre (con la se acuesta también), y un viejo amigo que resulta ser el jefe de policía local, con el que cada vez que se saluda se da un rotundo beso en la boca (al parecer, una especialidad eslava). De pronto, hablando con él de bueyes perdidos, el intelectual advierte que todos sus conocidos del pueblo, incluyendo a su padre, han declarado en algún momento contra su persona, denunciándolo como traidor al gobierno. A partir de allí el clima de opresión y angustia, que hasta ahora sólo se había insinuado, va creciendo hasta hacerse casi insoportable. El protagonista y su padre tienen un encuentro feroz en el que las diferencias ideológicas se hacen explícitas, todo vínculo de sangre se rompe en pedazos. Es una escena aterradora, resuelta con unos primeros planos agobiantes: el director filma fantasmas con rostro humano. El padre se revela como un verdadero monstruo, un partidario del exterminio y la “limpieza étnica”. La película parece sugerir que la tensión entre la razón y la superstición, la cerrazón nacionalista y el ideal universalista y democrático, sólo pueden resolverse en tragedia. Dicho y hecho, el tipo mata a su padre de un tiro en la cabeza. Pero resulta que después viaja de vuelta a Belgrado, llega a su casa ¡y se hace matar por su hijo de seis años, tomando su mano y haciéndole apretar el gatillo! Una escena innecesaria, horriblemente filmada en cámara lenta: una verdadera grasada. No sé qué dirá el licenciado Levin de esto. ¿Una muerte se impone a otra? ¿El asesinato del padre implicaba también, necesariamente, la muerte del hijo? Un misterio para psicoanalistas.

19 abril 2006

BAFICI 2006: quejas y alguna que otra película

Bien, este blog no ha sido abandonado, es sólo la vorágine del festival de cine que me tiene alejado de la computadora. Todo el tiempo me digo, ahora me hago un rato y escribo. Ahora. Ahora. Y van pasando los días y las películas. Demasiadas. Y este año con un agravante: demasiadas malas películas. Es así, no quiero ser aguafiestas. ¿Cuántas malas películas seguidas puede alguien soportar? El año pasado me había parecido medio flojito en relación al anterior. Pero éste es peor. La verdad es que desde que Quintín no está más como director la cosa ha ido en picada.
Para los que no están al tanto, les cuento. El crítico Quintín, ex director de la revista El Amante, fue el responsable del festival hasta el 2004, año al final del cual fue echado de un patada en el culo por los gangsters que ocupaban la secretaría de cultura de la ciudad en ese entonces (hoy eyectados también ellos). La gestión de Quintín fue discutida y audaz. Siempre innovadora y arriesgada. Allí muchos descubrimos un cine cuya existencia desconocíamos: un mundo nuevo. También fue la línea de largada para varios cineastas argentinos novísimos. Y el marco adecuado para que otros veteranos excéntricos preestrenaran sus películas, como es el caso del estupendo, inclasificable Mario Levin.
Ahora no sé. Aunque se cuentan buenos críticos en el equipo de programación, como Javier Porta Fouz o Sergio Wolf y otros, da la sensación de que algo se ha perdido, de que, efectivamente, algo falta.
Esperaremos a ver algunas fijas que tengo para ver los próximos días, directores consagrados digamos, caso Hou Hsiao-hsien, Takeshi Kitano, Gus Vant Zant, etc.

¿Estoy hecho un gruñón, alguien que se queja de gusto, o me habré convertido en un espectador más avezado, acaso menos complaciente? Quién sabe.

Por lo pronto vamos a algunas películas. Hay dos alemanas que figuran entre lo más interesante. Lo viejo y lo nuevo. Lo viejo (sólo por edad) es la última de Werner Herzog, The Wild Blue Yonder. Lo nuevo es Lucy, de Henner Winckler, un director joven que no conocía. Me ocuparé de Lucy más adelante.
En The Wild Blue Yonder tenemos a un hombre que habla a cámara y que dice venir de Andrómeda. Se ve que el tipo está angustiado: es un pobre diablo, un alma perdida. Y cuenta una historia rarísima. Herzog utiliza casi exclusivamente material de archivo para ilustrar esa historia que el personaje narra: imágenes obtenidas por los tripulantes de una trasbordador espacial y tomas submarinas registradas por los integrantes de una expedición al Polo Norte. Combinando estas imágenes “oficiales”, en apariencia sin valor artístico alguno, con música compuesta especialmente, Herzog consigue momentos de una belleza verdaderamente sobrecogedora, casi imposible de describir con palabras. Hace rato que la búsqueda de Herzog se orienta en ese sentido, el de tratar de extraer una especie de verdad última de las imágenes, como si le bastara con auscultarlas, con observarlas con el suficiente detenimiento, para que esta verdad salga a la luz. Por lo que sólo queda concluir que su película sería menos un experimento cinematográfico que un ejercicio devocional. Algo así como un acto de fe.
Después sigo.

06 abril 2006

Los muchachos moralistas

Volvieron Pergolini y sus muchachos, volvieron las sonrisas cancheras, los trajes negros, los anteojos. Yo me quiero ir. Otra vez ese afán detectivesco, esa obsesión moralizante. Porque hay que decir que la moral cotiza en alza. Y en la tele siempre garpa. Mario y sus amigos no están lejos del espíritu K, aunque por una cuestión de estrategia quieran parecerlo. Su credo es la denuncia, el señalamiento constante de los malos. Que más o menos resultan ser los mismos para los progres de clase media que se encandilaron con algunas medidas de Kirchner que para los oyentes de Rock & Pop o los lectores de Clarín. El sentido común lo envuelve todo, lo contamina todo, no deja resquicio sin llenar. A eso se le llama quince puntos de rating. Los CQC son cazadores con los músculos alertas, su pequeño arte de burgueses es la vigilancia permanente de los actos del otro, la voz que grita las miserias ajenas. ¿Los CQC son desestabilizadores, son sísmicos, como diría Deleuze?. Nada de eso, más bien son constructores aplicados. Por lo menos han construido una empresa más que redituable en términos económicos. Ese insecto dibujado que han elegido como emblema no molesta a nadie, no quita el sueño ni perturba la conciencia de ningún poderoso, es un pobre animalito de Dios que se espanta con un agitar de dedos. Vean los auspiciantes del programa si no. Los CQC, una vez que vez que hubieron montado esa fachada de probidad moral a base de falsos actos de arrojo, de hazañas dudosas, de declaraciones de guerra truncas, se pudieron dedicar tranquilamente a ganar dinero. Mientras, los espectadores aplauden: aguante Marito (que encima es bostero, vistes), ríen con su escatología de secundaria, sus bravuconadas de primaria (me hago el gallito pero después me voy al mazo), su lenguaje inarticulado como el de los pájaros o el de los niños apenas egresados del período de lactancia (a propósito: no le entiendo nada a Pergolini, ¿en qué idioma habla? Castellano no es. Tendré que hacer un curso: prometo escuchar más la Rock & Pop). Hábilmente posicionados contra Tinelli, a quien califican de grasa, de populachero, cuentan con el aval de gran parte del periodismo y sacan chapa de inteligentes (!), de ácidos ( Esto puede ser verdad, a mí me dan acidez). Entendiendo por ambas cosas hacer chistes sobre la gordura de Susana o mandar a un notero para que le endilgue a Mariano Grondona su veletismo político. Ay, muchachos, qué sagaces que son, no se le ocurrió a nadie eso, todo el mundo confunde a Su con Kate Moss y a Mariano con David Viñas. De esas pequeñas astucias, esos gestos que hacen aullar a la galerie se nutre el programa. Yo paso. Parafraseando a Oscar Wilde, que por suerte nunca tuvo que ver CQC, cuanto más conozco a Pergolini, más lo quiero a Pettinato.

02 abril 2006

¿Arde París o qué?, Por M. Fernanda Torrent

París arde. O casi. Las protestas contra las reformas laborales propuestas por el primer ministro Villepin arrecian, a los estudiantes nucleados alrededor de la Sorbona se les han unido ahora trabajadores de distintos gremios. O sea: anuncio de huelga general. Parece que Mayo del ‘68 no está tan lejos después de todo. No está sólo en los libros de historia o en la última película de Philippe Garrel (cuyo nombre ahora se me escapa) que vi en el festival de Mar del Plata. Mayo del ’68 es un fantasma que, cada tanto, con un poco de viento a favor, agita sus harapos blancos. Hay barricadas en las aulas, calles cortadas. Gases lacrimógenos y bastonazos en la Rive Gauche también hay. A pocos meses de los cientos de autos prendidos fuego por grupos de jóvenes marginados, mayormente descendientes de árabes, Francia sufre un nuevo sacudón.
Igual, es parte del folklore, del sabor francés, la protesta. Esto es así desde que Luis XVI, pobrecito él, se quedara sin cabeza. Todo había empezado tibiamente en aquel entonces, un día aumentó el precio de la harina y los pobres, que era casi todo el mundo y tenían la mala costumbre de tener al pan como alimento principal, pusieron el grito en el cielo. A esos disturbios y a su represión previos a la revolución se les llamó “la guerra de la harina”. Nombre que no evoca sablazos ni sangre regada por el piso sino risas y caras blancas. Un buen chiste ese nombre.
Parece que la puja aquí es entre Villepin y el ministro del interior Nicolas Sarkosy, ambos candidateados para suceder al presidente Chirac. Incluso los que están a favor de la ley sostienen que estuvo mal presentada y comunicada. Que Villepin se apresuró con una medida que sedujera al empresariado para ganarle de mano a Sarkosy y quedar así mejor posicionado para las elecciones del año que viene. Mientras tanto, el viejo lobo Chirac hace de mediador, de padre ecuánime entre dos hijos díscolos. Puso paños fríos y consiguió apaciguar un poco las cosas. Introdujo leves modificaciones a la polémica ley: vetó el despido sin justificativo y rebajó a un año el “período de prueba”, que en el proyecto original era de dos. Villepin queda así desairado pero no del todo. Pero ya se prepara para este martes una nueva huelga general como la semana anterior. Se ve que la cosa es los martes.
¿De qué se trata este embrollo? Revolución conservadora dicen algunos: los manifestantes sólo querrían volver a un estadio anterior en el que se les garantizaba un trabajo seguro y una serie de prerrogativas por parte del Estado. Es la France del pleno empleo y la seguridad social. Una especie de monstruo, dicen, una anomalía en prácticamente todo el mundo. El analista político Dominique Moïsi está en esa línea, para él la analogía con las revueltas de 1968 es una cuestión de marketing, una fachada prestigiosa que oculta una verdad profunda: el terror de los jóvenes de clase acomodada al futuro. Mientras, los jóvenes menos favorecidos, que no van a la universidad ni tienen aspiraciones políticas, estarían aceptando de buen grado la nueva ley. Pero yo me pregunto, ¿no estarán aceptándola, precisamente porque no tienen otra opción, porque un trabajo precario les parece mejor que nada? Esto ya sucedió, ya lo vimos. En la década del 90 en la Argentina se ponía como ejemplo de economías en crecimiento a varios países del sudeste asiático, que justamente crecían con mano de obra prácticamente esclava. Sin embargo, todo ello servía de argumento a la flexibilización laboral. La explotación y sus metáforas. Te decían, bueno, no hay trabajo, qué hacemos, para que las empresas den trabajo hay que darles facilidades. Después, todo se vino abajo, el modelo asiático resultó un cuento chino. Que muchos franceses se nieguen a abandonar un sistema en el que vivían mejor que casi cualquier país del mundo a mí me parece, en principio, bastante razonable, al margen de si Francia puede seguir sosteniendo ese sistema o no (sus detractores, obvio, dicen que no).
Tomás Abraham también rechaza la comparación entre el 68 y ahora. Fue estudiante en París en aquel momento y estuvo en el centro de las protestas. Dice que el espíritu que reinaba entonces era anarquista y libertario y estaba dirigido contra la rigidez y autoritarismo del modelo educativo imperante.
De última, quizás lo que se está jugando ahora es un episodio más en la lucha contra la globalización. Que parece inevitable. Y el malestar que acarrea también.