26 julio 2006

Ahora ya no seré el héroe de nadie

Para:
Fernanda
Mariana
y Flopa
(tres chicas a las que les gusta Morrissey)


Eso puede pasar. Que a alguien lo den por muerto y que vuelva tan tranquilo. Y aquí se me permitirá una brevísima referencia al reciente Mundial de fútbol, extinto hace tan poco (aunque, ¿no pasaron cien años ya?): Morrisey es como Zidane. Una vez que ya no se lo espera, cuando no parece poder dar más de sí, cuando se lo ve falto de fibra, cansado, quebradas sus fuerzas; cuando pasa todo eso, miramos y ocurre que allí está tan radiante, sin embargo: brilla. En definitiva, nunca lo habíamos perdido. Sólo nos habíamos distraído un rato, habíamos divagado, pensado en otras cosas. El periodismo es culpable, la obsesión por lo novedoso, la lógica atropellada de los sucesos. Al final, si volvemos a estar atentos nos damos cuenta.
Morrissey es el mejor jugador de todos.
Parece que durante un tiempo no se sentía a gusto en ningún lado, Morrissey. Como un nómade. De Inglaterra a Estados Unidos. Y de allí, finalmente, a Italia. En el medio, sólo un disco con canciones nuevas (inspiradísimo, eso sí); y el registro en vivo de la presentación de ese disco, un show en Earls Court, en Londres, prueba palpable de que los milagros existen. Y ahora, de nuevo, como si él ya no quisiera perder el tiempo, este disco urgente, este auténtico golpe al corazón pergeñado en Roma. Ringleader of The Tormentors, se llama. Morrissey no es el que atormenta, siempre es él mismo el atormentado, eso está claro. Porque si no ¿a qué vienen estas canciones desbordantes de preguntas, de negaciones, de súplicas en voz baja (y a veces no tanto), de saltos al vacío; canciones, en suma, que parece que se desplegaran bajo el signo de Caín? Soy un fantasma/ y hasta donde yo sé, todavía no me he muerto, canta en algún momento. Es un gran momento, una especie de abismo: se trata de I’ll never be anybody’s hero now, track número ocho, mi canción preferida del disco. ¿Qué otro sería capaz de cantar con esa angustia (ese sentimiento de temor y temblor) y, a la vez, arreglárselas para sonar con tanta elegancia, con tanto desapego? Prácticamente ninguno, sin duda. En la capital italiana Morrissey no sólo ha podido dedicarse a mirar a gusto a los ragazzi romanos y pasearse bajo el sol por ahí, acaso en moto (yo lo imagino así): en una foto preciosa del booklet se lo puede ver montado en una Vespa del año vaya-a-saber-cuánto. Una maravilla. En Roma, ciudad dorada (que no se hizo en un día, sabemos), también, Morrissey pudo encontrarse con el mítico Ennio Morricone, que aquí hace arreglos de cuerdas en dos temas (pero ¡qué cuerdas!), y con el productor inglés de apellido italiano Tony Visconti, que supo producir a Bowie entre tantísimos. Musicalmente, Morrissey está más que a gusto, eso se nota. Entre una abundancia viscontiana (no por el productor sino por el cineasta Luchino Visconti, a quien se nombra en una canción), puesta de manifiesto en una producción que tiende al lujo, y una inconsolable urgencia proletaria, más digna de Pasolini (nombrado en la misma canción) y de sus chicos de la vida, Morrissey encuentra el tono exacto para su disco. Los aires de Oriente Medio de la canción que abre el disco, con su brevísimo comentario político, simplón pero conmovedor, efectivo en todo caso (“... Si los EE.UU. no te bombardean”), y la extrañeza de la que lo cierra, con su coro de niños malditos y sus confesiones de última hora (“Alguna vez fui un desastre / de culpa a causa de la carne”), después de todo, son formas cualesquiera de empezar y terminar y un disco. Podrían invertirse y sería lo mismo. Está visto: Ringleader of The Tormentors carece de astucia pero no de nobleza.

09 julio 2006

Emefer

Mi queridísima Fernanda parte de viaje. La voy a extrañar. Del mismo modo, se echarán de menos sus ideas y su excelente prosa en esta página (veremos si se digna a escribir algo desde el Viejo Continente). Entre tanto, y en su homenaje, posteo esta nota suya que fuera publicada hace un tiempito en mi extinto blog Fata Morgana.




LAS IMÁGENES, por M. Fernanda Torrent

Scott Weiland, del grupo Velvet Revolver, canta como si estuviera electrificado. Una crispación pálida lo sostiene. Su cuerpo está allí pero no le pertenece: es un hombre hermoso que se ha dado a sí mismo. Su figura es de los otros, de los fans. Su cuerpo estragado es ahora de otro mundo, del mundo de las imágenes.
El video de Fall to pieces ha dado ese paso consistente en hacer fusionar dos realidades. Es ese cuerpo semidesnudo el que hace de lazo, de hilo conductor, el que pasa de una atmósfera a la otra. La realidad de la vida doméstica del rocker, que gracias al periodismo no es del todo privada, se corresponde ahora, quizás milimétricamente, con la de su vida artística. La primera empieza a funcionar como promotora de la segunda. En el fondo, los seguidores de su carrera pueden mirar y decirse a sí mismos: “ya sabíamos que Scott era un reventado”. Pero no dejarán de seguir esa serie de imágenes con la fascinación del que por primera vez está viendo. Allí está la vida del músico de rock. Son imágenes que retiene el ojo aturdido del fan. Las falsas rubias, las morochas escotadas, las botellas de whisky, las chicas celosas que se agarran de las mechas, los efectos de la heroína. Es la poesía melancólica de los cuerpos jóvenes que se desgastan, que se “degradan” (como en los flasbacks del video Come undone, de Robbie Williams), que apuran la vida como un trago, precisamente.

Un mito acuñado por el Romanticismo: el erotismo intenso de los cuerpos jóvenes enfermos. Puesto que la enfermedad amenaza a un cuerpo con despojarlo de su irradiación erótica, en los momentos previos al triunfo de la enfermedad y la muerte, ese cuerpo se vuelve, más que nunca, objeto de deseo, pues el amante ya anticipa dolorosamente su desaparición. Desea más que nunca aquello que sabe que está a punto de perder.

Imagen crística la de Scott Weiland, ya que es la de alguien que se entrega (se sacrifica), al final (después de un verdadero calvario) se restablece así misma como la de un rey triunfador. Allí está el bueno de Scott, entonces: otra vez sobre el escenario. El público aplaude. La moral de los vencedores no se hace esperar: se puede tropezar pero hay que levantarse. Sólo la fuerza de voluntad nos conducirá a la cima.