12 octubre 2006

Modernos

El personaje llamado Antoine Doinel es Jean-Pierre Léaud, el actor que lo encarna. Pero, también (de un modo no demasiado lejano), es François Truffaut, su creador.
Parece que un día Truffaut entra a un café y un tipo le dice: "Ayer lo vi en la tele". Pero resulta que el que había aparecido el día anterior por televisión, en un fragmento de película, no era Truffaut sino Jean-Pierre Léaud. O sea: se había producido un evidente caso de mimetismo entre un actor y su director. Jean-Pierre Léaud era, quizás, diez años más joven que Truffaut y, aunque algún aire tenían, no eran tan parecidos físicamente al punto de que pudieran confundírselos por la calle. Sin embargo, el parroquiano tenía razón en cierto modo, su intuición era correcta: había algo entre los dos, una corriente secreta; un parentesco. Finalmente: sí, cuando Truffaut eligió a Jean-Pierre Léaud para que apareciera por primera vez en la pantalla en su película Los cuatrocientos golpes se vio (a sí mismo) reflejado en el chico.
Los cuatrocientos golpes es la historia breve (o una breve historia, pues Antoine madura demasiado deprisa) de ese chico. Y de Truffaut. Y de Francia. Y de un ajuste de cuentas. El cine francés toma las calles una década antes de Mayo del 68. Contrariando al grueso de la cinematografía de Francia hasta ese momento, se filma en locaciones, sin decorados, sin caras conocidas, sin el sostén de (pre) textos prestigiosos. Con equipos reducidos. Todo está en la cámara y en los actores. Hay una manera de hablar, de reír, de desplazarse, de aguantar el llanto, de armar un cigarrillo, de recibir un cachetazo, de ser zamarreado, de leer un libro: habrá emoción en los rostros o no habrá nada. La madre de Antoine ignora soberanamente a su hijo, no sentimos el odio de ella porque parece un sentimiento demasiado fuerte como para expresarse: todo se resuelve en una indiferencia glacial. Pero el odio es un corazón tibio, siempre palpita, no descansa nunca. Y como Truffaut nos sugiere sutilmente que Antoine es el fruto de un amorío pasajero (un caso de "seducción y abandono") nos enfrentamos con lo inevitable: ella odia a su hijo. En tanto, el padrastro hace lo que puede. Lo tolera buenamente (débilemente): el hombre es un pobre tipo, acosado por las quejas y el mal humor de su mujer, no sabe qué hacer con el mal comportamiento del chico, por lo que delegará la responsabilidad de su educación en las autoridades (el colegio primero, la policía después. Finalmente, el orfelinato).
Con una sensibilidad nueva, inaugural, Truffaut sigue los pasos del apenas adolescente Antoine como si fuera su sombra (se sigue a sí mismo) y hace, quizás por única vez, cine político. Porque, ¿quiénes representan la hipocresía, el autoritarismo, la delación, incluso la crueldad en esta película? La familia, la escuela, los mayores en general. En resumidas cuentas, la Francia vieja. Aquella que quince años atrás toleraba (sin mayores muestras de disgusto, acaso más bien lo contrario) el desfile de las tropas nazis frente a sus narices. Por una relación metonímica, el cine viejo era el del país viejo: un cine cómplice. Los cuatrocientos golpes es lo nuevo.

05 octubre 2006

Clásicos

De pronto, uno se puede topar con un puñado de imágenes inolvidables. La (re)visión de viejas películas es capaz de depararnos momentos gratísimos. No voy a extenderme aquí acerca de las bondades del cine norteamericano del período llamado clásico (para muchos: el mejor cine que haya existido jamás) pero qué diferencia con el cine norteamericano que se hace ahora, en donde para encontrarse con una película buena tiene que ocurrir alguna clase de milagro. Que el cinéfilo deba convertirse en arqueólogo no es una buena noticia.

Sólo se vive una vez es una película de 1937, dirigida por el alemán expatriado Fritz Lang. A Lang le gustaba contar cosas extravagantes de sí mismo, era medio versero y un gran cineasta. La primera película que filmó en EE.UU había sido Fury, cuyo final debió cambiar porque resultaba demasiado desolador para todo el mundo. Lang hizo el cambio por cuestiones comerciales y quedó disconforme con el film, del que renegó durante mucho tiempo. Al año siguiente filmó Sólo se vive una vez, con temas parecidos. Un hombre perseguido por la ley. Pero, también, película “carcelaria”, película “de juicio”; finalmente, película de pareja trágica que huye.

Lang era un gran lector de diarios, le interesaban las noticias, los sucesos policiales. De allí extraía ideas para sus argumentos. Esto se remonta hasta la época de su película M, en la que el caso periodístico de un asesino de niños sirvió de origen al personaje principal de la película. Así, todo el “clima” de Sólo se vive una vez trasmite una sensación de opresión y angustia casi documental. Se hace evidente que Lang está en busca de una especie de verismo, de efecto de realidad. Su mentado pesimismo respecto del hombre y sus circunstancias se acentúa. Eddie y Joan, la pareja de outlaws que protagoniza la película, pueden unir fuerzas y luchar por sus vidas (esperan un hijo, lo que no hace sino agregar más dramatismo a la última parte de la trama), pueden confiar ciegamente en que el amor que los une podrá salvarlos. Pero todo parece sellado de antemano. Huyen de la policía en un auto con los vidrios acribillados a balazos y la lluvia se les mete por la ventana. Lang no se priva en esos momentos de breves escenas de ternura, que al final resultan simpáticas, incluso (voluntariamente) graciosas: Eddie le acomoda una manta a Joan (porque debe cuidarse en “su estado”) y le ofrece una lata de leche condensada que ella empieza a tomar de un agujero ¡presumiblemente producido por una bala!
El Padre Nolan, un cura bonachón al que Eddie ha matado en un momento de la historia, en su infinita misericordia cristiana (esa misericordia es infinita porque no tiene límites: se extiende más allá incluso de su propia vida) llama a su matador para que se le una en “la morada de Dios”. Las puertas (del Cielo) están abiertas, dice su voz. Como antes lo estuvieron también las de la prisión de la que Eddie se ha escapado. Con lo que queda claro, como en las metáforas de la narrativa cristiana a las que Lang a veces es tan afecto, que la vida es una cárcel, un lugar de sufrimiento (un valle de lágrimas, dicen los cristianos). Esta escena podría parecer un poco ñoña, un poco ridícula. Pero, segundos antes de ese llamado del cura (desde el más allá ), Lang había hecho aparecer un elemento que viene a enturbiarlo todo, a bajar las cosas de las alturas celestes a las que podrían haberse encaminado. Una mira telescópica. La policía tiene cercado al protagonista que vaga ya sin esperanzas con el cuerpo de su mujer en brazos mientras el espectador está en un hilo, mirando angustiado. Como el director se encarga de explicarle a Peter Bogdanovich en el libro Fritz Lang en América, esa toma subjetiva de la mirilla telescópica de un rifle, a través de la cual se ve al personaje, crea una efecto de suspenso: los policías, ¿disparan, no disparan? O sea, efecto de empatía. O más bien de simpatía: el espectador comprende al protagonista, se preocupa por él aunque sin ponerse en su lugar (que sería la empatía). Porque el resultado de ese breve momento no deja de ser irónico: el espectador ha tomado el lugar de las autoridades, sus miradas confluyen en una; mira a Eddie como un cazador a su presa. Lo tiene en la mira. De un solo golpe, Lang parece resumir en esa escena la ambigüedad moral de su película. No tanto, ¿de qué lado estoy? sino más bien ¿de qué lado están ustedes, los que miran? Como en algunas de sus películas del período alemán (período “expresionista”, término que el director rechazaba), en las que Siegfried Kracauer ha querido ver metáforas anticipatorias del ascenso de Hitler, motorizado por el comportamiento de las masas, Lang no quiere dejar tranquilo al espectador. De algún modo, en tanto testigo privilegiado, lo hace responsable.
Moral, castigo, sed de venganza. Fritz Lang parece narrar una y otra vez el drama de un hombre que se enfrenta no sólo a su naturaleza (humana, demasiado humana), renuente a aceptar normas, sino al carácter punitivo de la sociedad cuando esas normas no son acatadas.