19 junio 2006

¿Por qué llora Marcelo?

Ahora Marcelo se la pasa llorando, se le da por ahí. No es que largue una lagrimita cada tanto, que cuando mira a cámara se le vea un brillo en el fondo de la pupila emocionada o que la garganta se le vuelva tembleque: llora. Y en el mundo hay tristeza, claro. Y hay cosas por las que sufrir, ¿no? La pobreza, el abandono, la enfermedad, las desaveniencias amorosas, los comentarios de Mariano Closs. La lista no se agota nunca. Allí están las historias desgraciadas de los concursantes de su programa si no. Marcelo abraza a alguno de ellos y suelta el moco. Eso siempre garpa. ¿Quién dijo que los empresarios viven a espaldas de la gente? Ahí está el muchacho dilecto de Bolívar para realizar la utopía, poesía pura que se vuelve tangible: el capitalismo con rostro humano.
Y encima tiene otro problema el tipo. Lo critican. No tanto, tampoco, no es que lo acusaron de algún crimen contra la humanidad o algo. Es sólo que a alguien se le ocurrió hacer algún que otro comentario irónico en el gran diario argentino, diario que, ups, pertenece al mismo grupo económico que el canal en donde él trabaja. Para qué. El otro día Marce comentaba sus cuitas en el programa de radio de su empleado Lanata. Que él esperaba que lo cuidaran más después de tanto esfuerzo que está haciendo desde Alemania (por los horarios cambiados y eso), que se vio sorprendido por la virulencia con que lo trataron en el medio en el cual trabaja; que entiende lo de la libertad de expresión pero que cómo puede ser. Todo eso decía. Lanata no decía nada.
Siempre me pareció raro eso, el hecho de que tipos que lo tienen todo, tipos poderosos de verdad, se pusieran fuera de sí porque les hacen el mínimo (recalco ésto, mínimo) comentario en contra. Digo, podrían dedicarse a disfrutar de la vida. O a seguir acumulando riquezas. Pero no. No sólo detentan una porción importante de poder sino que además pretenden que ese poder jamás sea cuestionado. Eso por no hablar de la extraña concepción que tienen de la crítica. Como si fuera un apéndice de la publicidad, una prolongación de las muchísimos espacios dedicados a la propaganda y no una herramienta en manos de una persona libre, que ejerce su derecho a pensar y a hablar.
Marce está en Alemania y por ahora se queja, lloriquea. ¿Cómo se comportará el crítico de Clarín, denunciado y vilipendiado por el conductor-empresario? ¿Resistirá, será amonestado? Ahí hay algo interesante para ver.

09 junio 2006

Cantante/Cantor

Parece que Andrés Calamaro grabó Tinta roja inmediatamente después que El cantante. Un cierto ambiente y una cierta estética unen a ambos discos. Arreglos precisos y descarnados, un aire como de familia en el batir de las palmas y en los cantes.
El cantante era un disco que se esperaba. Era el auténtico “regreso”, mucho más que el “grandes éxitos en vivo” que significó en los hechos el disco El regreso, con Andrés comandando una máquina informe que, en otras manos, podría haber terminado en un desastre. Los fans, saltando en una pata con ese disco en vivo. Yo también. Y cómo no: El músico había recuperado su garganta y su fibra. La tensión inherente a su música, su pathos, se despliega como una llamarada a lo largo de 21 canciones que parecen interpretadas con una alegría feroz, con una felicidad de dientes apretados, acaso con un gustito a revancha.
En Tinta roja Calamaro interpreta mayormente un conjunto de tangos bien conocidos, incluyendo el clásico que le da título al disco. Tinta roja, al contrario que El cantante o El regreso, es un disco que nadie espera, que nadie requiere, que nadie necesita. No hay un mercado para ese disco de un músico de rock cantando tangos refamosos de esa manera. Ni “tango electrónico”( acaso un avatar más del marketing de la aldea global, perdón Mc Lughan), ni tango reo, ni El día que me quieras cantado “respetuosamente”. Nada. En cierto sentido, Tinta roja es el gesto de un dandy, un disco que no se acomoda blandamente a ninguna expectativa sino que cae como un objeto solitario del cielo, una rareza, un disco que sólo podrán comprar los seguidores acérrimos de Calamaro. Pero es justamente esa insularidad, ese carácter anómalo, lo que lo ennoblece de algún modo, lo que lo hace grande.
Al igual que tantísimos músicos de rock, Calamaro parece embelesado por la figura de Roberto Goyeneche, y no sólo por su estilo. Siempre me pregunté el porqué de esa unción al Polaco, esa pasión por su figura tambaleante de los últimos años, por su voz sin cuerpo, por su ausencia de vibrato. Qué será lo que atrae, ¿lo heroico que se sospecha en lo decadente? ¿La poesía triste de los cuerpos menguantes? Misterio. Como fuere, al menos algo del modo de cantar de Goyeneche hay en Calamaro. Están esos fraseos medio a destiempo, esos cortes abruptos al final de las palabras. No es la manera de abordar los tangos que más me gusta, realmente. Sin embargo, Calamaro es un cantante capaz de imprimirles a las frases una rara calidez. Calamaro canta como si sopesara cada palabra, como si la estudiara, como si cada fonema tuviera una corporeidad irremediable que no debiera ser soslayada bajo peligro de caer en un cantar automático, un cantar de taquito. Calamaro siempre fue un cantante consciente de su voz, de sus destrezas y limitaciones. Una voz que tantea, que no da nada por seguro, que se mide con estas canciones “clásicas” no con altivez sino con una suerte de conciencia dolorosa, de temblor lúcido. La luz solitaria, deslumbrante a su manera, que irradia Tinta roja nos hace partícipes de esa conciencia de un modo conmovedor.

01 junio 2006

Bon vivant

Estos días estuve leyendo a Martín Caparrós. La patria capicúa. Es un libro viejo ya, una serie de notas escritas en tiempos de Menem para Página 12, cuando Página 12 era un diario de oposición. O cuando era un diario, y no porque ahora haya dejado de salir diariamente. Como sea, ahí escribía el bueno de Martín. Aunque habría que decir que Caparrós no es un escritor bueno sino un buen escritor. Muy bueno: Caparrós escribe como casi nadie aunque él se llame a sí mismo periodista. Es verdad que le gusta indagar sobre las cosas, ir por ahí, mirar, meter la nariz. A menudo sus viñetas parecen el relato de una aventura en primera persona. Va a Anillaco para ver la construcción del poder in situ; un chico se le queda mirando y él, instintivamente, apura el paso. O si no, asiste en Tailandia a un show de chicas que muestran sus carnes, que tienen los ojos como embalsamados y los gestos robóticos, al que describe de algún modo como subversivo.
Es cierto que no siempre pueda evitar el dictamen o el juicio moral. Y a veces, para mi gusto se vuelve un poco, un poquito, sentimental. Pero está bien, yo no le pido que sea un pensador asceta sino que escriba y piense libremente. Y eso nunca deja de hacerlo. Como cuando presentaba un libro en una coqueta librería de San Isidro y dejó a todo el mundo boquiabierto declarando su escasa simpatía por Castro y por el Che. Parece que los progres chetos (combinación menos rara de lo que se cree) se lo querían comer crudo.
De pronto se describe como un resentido y uno siente que ahí hay como una especie de impostura, una finta que el escritor dedica a sus lectores con el fin de descolocarlos, de tomarlos desprevenidos. Caparrós recorre el primer período presidencial de Menem como un hombre en guerra: su prosa siempre elegante, incluso refinada, se ve sacudida por risas rabiosas, como si la ironía habitual ya no tuviera fuerza suficiente y debiera dejar en su lugar un desgarro, un grito en carne viva.
Pero lo mejor de todo es cuando escribe casi como al descuido, como si las palabras brotaran de una verdadera máquina de escribir, un prodigio alimentado por una especie de spleen, de beligerancia aristocrática contra el mundo y su esencial fealdad. Martín es un bon vivant que escribe. En el fondo, su lucha personal, encarnizada, se da en el terreno de la estética, con sus múltiples políticas y sus poéticas en pugna.