24 agosto 2006

El fulgor (2da parte): Juan Ravioli

En algún momento, más temprano que tarde, iba a haber que hablar de él, de este prodigio, este tipo de patas largas y flaco como un junco, este músico casi secreto: Juan Ravioli. Hasta ayer las noticias de su existencia llegaban de manera prácticamente cifrada. La página de internet de un grupo fantasma (París 1980), alguna que otra canción en forma de demo o de ep bajable, apariciones públicas aquí y allá, no en todas partes pero sí con la gente que importa (Ariel Minimal y Flopa más que nada); alguna canción en la radio. Aparte de eso, nada. Misterio y más misterio. La promesa eterna de un disco que demoraba ya demasiado tiempo, con la consiguiente dosis, calculo yo, de frustración y desaliento. Y ahora por fin se acaba la espera. El disco ya está aquí para admiración de todos. Su nombre: Álbum para la juventud. Vol. 1. Título (también) promisorio, luminoso en cierto modo. Juan P. Ravioli cumple y dignifica, todo a un tiempo. Los nombres que vienen primero a la mente pueden decirse, no son un problema, algunos de ellos son ilustres en el arte de las grandes canciones, como Nick Drake, Elliot Smith, Spinetta. Pero no deja de ser una comodidad la referencia a ellos, una demostración de pereza. La verdad es que al momento de escuchar este disco prodigioso pasan cosas. Uno se pregunta, ¿es posible un disco de canciones así? ¿Así: tan alejado de todo lo que se lleva, tan alevosamente distinto?
Un disco de carácter solitario, entonces. Pero nunca un disco frágil, un disco desamparado. La autoridad de este Álbum para la juventud es realmente algo como para apreciar. Oír para creer. Esta música goza de una especie de robustez digna de ver, una musculatura, una vitalidad insólita. Para los que lo habíamos visto a Ravioli tocando en un formato más pequeño, más austero si se quiere, aquí sorprende despachando con igual solvencia, cuerdas, caños, extraños sonidos salidos de quién sabe dónde. De su cabeza y de su pecho, seguro. Ese temple de acero del que hablaba. Porque verdaderamente hay que decir que el tipo se encuentra cómodo en casi cualquier situación: es decir, una guitarra acústica podría bastarle pero no. De sideman de Flopa cuando la ocasión lo requiere (suele oficiar de bajista en el grupo actual de la chica, pero también tecladista, segunda o tercera guitarra si es necesario, whatever) a esta dirección de orquesta, a esta verdadera nave del espacio (exterior), Ravioli hace el viaje ida y vuelta y le sobra siempre el aire.
Aunque de ningún modo podría llamárselo un artista alegre (por suerte, porque de ésos ya hay muchos), también está lejos del marketing de la melancolía, toda una tentación que contribuyen a crear en conjunto algunos músicos y algunos críticos. Estas canciones, más bien, lo que hacen es bordar una zona de inefabilidad, una especie de calma trémula: canciones lentas, a veces puntuadas por breves irrupciones, por parpadeos, por intromisiones; canciones de rock espacial (que conforman qué, ¿una nueva ola de psicodelia porteña? Quizás) que se van ensanchando a veces hasta alcanzar el pico de un ruido intenso, una disonancia o acaso un fragmento tomado prestado a la llamada música contemporánea. En suma, música que busca ampliarse, tocar sus límites por un momento y luego retraerse, como quien roza con las yemas de los dedos un vórtice de fuego (con suma delicadeza: la mano debe saber retirarse a tiempo).
Este es un disco que escucho una y otra vez, un preferido absoluto. Como dirían los mayores: para atesorar. Con Álbum para la juventud. Vol. 1 Juan P. Ravioli ha hecho sin dudas la gran aparición del rock argentino de este año.

08 agosto 2006

Yo no kurto esa música

Que Kurt Cobain se había transformado demasiado rápidamente en un mito ya lo sabíamos. Y los signos palpables de ese mito eran los corrientes. Posters, remeras, muñequitos, memorabilia de todo tipo y color: lo normal. Esos objetos que llenan las manos trémulas del fan, que acaparan su atención, que entran en circulación y dan cuenta, precisamente, de una permanencia en el tiempo, algo así como un deseo de vida después de la muerte.
En el BAFICI tuve oportunidad de ver Last Days, la película de Gus Van Sant que toma muy libremente los últimos días, o las últimas horas más bien, del músico norteamericano. Parece que el cineasta conoció bien a Cobain y que tuvieron incluso alguna amistad, lo que no es un dato menor: Van Sant no es un admirador sino, si acaso, un amigo (y uno noble además), lo que coloca a su película lejos, lejísimos, tanto del oportunismo acrítico como de la fascinación macabra. Last Days se remite a registrar obsesivamente los pasos tambaleantes de un pobre diablo, alguien a quien prácticamente todas las cosas del mundo le son ajenas; una suerte de buen salvaje (la primera imagen lo muestra bañándose en un río en el medio del bosque) cuyo destino trágico uno puede inferir directamente de las imágenes aunque desconociera el desenlace real de Cobain. Van Sant repite un tópico que se está haciendo central en su cine, por lo menos en sus últimas películas (Gerry, Elephant, Last Days): los jóvenes que se encaminan irremediablemente hacia la muerte (tema que en la Argentina ha tomado con mucha eficacia Ezequiel Acuña en su película Como un avión estrellado).
Ahora se han traducido al castellano y aparecen en forma de libro los Diarios de Kurt Cobain. Que se decida editar hasta el diario personal de un músico tan definitivamente mediocre como Cobain pone en evidencia hasta que punto el negocio de la música necesita de estas muertes jóvenes para alimentar una mitología del rock. Y da un ejemplo, además, del peso que a aún conserva la literatura (en todas sus formas) cuando se quiere legitimar definitivamente a un artista. En el caso de Bob Dylan y su autobiografía por lo menos teníamos un libro bastante mal escrito pero por un músico imprescindible. Allí el merecido prestigio musical de Dylan abría expectativas, infundadas pero legítimas después de todo, acerca del interés de su desempeño literario. En el caso de Cobain y Nirvana qué se puede decir. Que había bandas contemporáneas y afines infinitamente mejores pero que no vendieron ni la décima parte de discos que ellos. Bandas y solistas que los inspiraron (The Pixies y The Replacements, por ejemplo) pero, qué desgracia para el showbiz, no terminaron con sus cantantes muertos. ¿Tendremos un diario personal extraordinario escrito por un músico a todas luces irrelevante? Por los adelantos del libro que se han leído por ahí, esas frases epigramáticas (claro, si es un diario), esas sentencias cargadas de solemnidad y de autoconciencia, no parece. Después de leer eso, uno va por caso a los diarios de Ernst Jünger, compara, y le entran ganas de emular al buenazo de Kurt y pegarse un tiro. Se me dirá que soy injusto poniendo en la balanza a un escritor consagrado y a un músico de rock que jamás ha aspirado a convertirse en escritor. Pero, entonces, ¿qué necesidad hay de estos diarios si no es la de hacer que los fans de Nirvana vacíen sus bolsillos?.
Andrés Calamaro dijo una vez que esperaba que Seattle fuera recordada en el futuro por ser la ciudad de Jimi Hendrix y no de Kurt Cobain. Todo dicho.