22 mayo 2006

Las palabras

Siempre se oye esa palabra. Es parte del lenguaje del periodismo de rock, como así también de los que gustan de esa música. Se dice: esto es más rockero, aquello menos rockero; igual de rockero lo de más allá. Y así siguiendo. A veces (pocas), rockero es un sustantivo, una palabra que describe un objeto identificando alguno de sus atributos. Como cuando se dice de un disco que tiene predominancia de guitarras eléctricas: rockero. O cuando la palabra se emplea en su versión original inglesa: rocker. El que hace rock. O, en su defecto, el que lo escucha.
Casi siempre es un adjetivo que, curiosamente, otorga un valor siempre de signo positivo, como un certificado de calidad.
A mí el rock me gusta mucho. Lo rockero no me gusta nada. El rock es lábil, ligero, emotivo, misterioso, incluyente, cambiante, neutro. Lo rockero es serio, autoindulgente, grave, intolerante. Obtuso. Rockero me parece un término asociado al matonismo y al desprecio por el prójimo. Algo fuertemente ligado al discurso de las cofradías, de los círculos cerrados, con una evidente connotación de orden moral. Si se dice que un disco no es nada rockero se está diciendo: ese disco es una mierda. Poco más o menos. Los guardianes del protocolo son celosos de su trabajo, eso se sabe. Y suelen inclinarse por las sentencias rotundas, lapidarias. Lo que es rockero es macho, viril, fuerte: duro. Lo que no, es blandito, suave, femenino: medio puto.
Para mí lo rockero es como una mueca, un gesto torpe, risible, que se piensa como esencial pero solo es una versión degradada, simiesca del rock. Como si dijéramos lo chino y lo chinesco. En esta especie de tensión, de guerra terminológica (e ideológica ) me temo que en la Argentina lo rockero va ganando terreno. Es una lástima, otra de nuestras desgracias nacionales para agregar a la lista.
El rock nos invita a la exploración y a la aventura. Y a no quedarnos quietos, a no anquilosarnos en nuestras convicciones, a ponerlas constantemente a prueba. Yo apuesto ahí.

15 mayo 2006

El Capitán Frío

Últimamente se me pegó esa canción. Claro, si suena por todos lados, es imposible escapar de ella. Crimen creo que se llama el tema. El intérprete es Cerati Gustavo. Yo le digo capitán frío. Cerati canta bien y toca la guitarra más que bien; es un músico respetado, fue parte de Soda Stereo y tal; es autor de algunas muy buenas canciones. Francisco Bochatón, músico de mi total preferencia, es su admirador confeso.
Para mí es un plomo. Según una clasificación hoy algo en desuso, su música es el modelo de lo cool, entendiendo esta palabra anglosajona tan boba como lo opuesto a warm, cálido. Algunos estudios antropológicos dividían a las sociedades entre las que se regían por el sentido del tacto, las cálidas, y las que lo hacían por el sentido de la vista: las frías. La música de Cerati está para ser contemplada, para ser admirada incluso. Todo de lejos. Algunos podrán apreciar en ella el signo de una belleza gélida, apolínea, un prodigio de sensatez. A mí me deja frío, indiferente. La música de Cerati, que se aviene tan bien a propagandas, cortinas de programas televisivos o discos por igual, se me antoja demasiado gentil, inocua, civilizada.
Al fin, un objeto más, uno cualquiera, de la cultura. Pero ojo, entendiendo por cultura lo que entendía Freud: el resguardo de múltiples impulsos secretos, la última frontera tras la cual reprimimos nuestros deseos más auténticos.

03 mayo 2006

Qué mal lo pasan algunos

Con El tiempo no para lo canchero desembarcó en el Nueve. Vean los nombres de los actores si no, están casi todos. Faltan Gastón Pauls y Nahuel Pérez Viscayart (el de Tatuado, para quienes no lo ubiquen) y ya habría como para dos emisiones de un programa de Osvaldo Bazán, con picadita y todos los chiches. Parece que la cosa es ver cómo sufre la gente linda, algo viejo como el mundo. Dolores Fonzi, que también está (cualquier día se lo iba a perder), ya había hecho de punta de lanza con Soy tu fan, en donde además oficiaba de productora. En El tiempo no para la guionista vuelve a ser Constanza Novick. Los muchachos no lo pasan del todo bien, decíamos. Casi siempre por cuestiones sentimentales o afectivas. Por plata y esos asuntos no. Salvo la pareja conformada por Belén Blanco y su novio, que enseguida encontraron cómo hacer guita en forma deshonesta, el resto vive en el mayor desahogo, aun cuando prácticamente nunca se los vea trabajando.
Soy tu fan, con sus varios defectos, entre ellos la estrechez de su mirada de clase, por lo menos exhibía de vez en cuando un humor lunático, una clara vocación por desentenderse de la trama y concentrase en cambio en el registro de ciertos momentos, epifánicos o absurdos, que operaban como fuera del mundo, ajenos a la coyuntura y a sus avatares. Esto le daba una cierta frescura y, por qué no, una cierta felicidad al programa, en el que se podía ver, por ejemplo, a sus personajes fumando tranquilamente un porro mientras contemplaban una puesta de sol. Cosas así.
El tiempo no para se inclina por un realismo más bien torpe, grave, sin el menor humor, pero a la vez decide desconocer casi todos los datos de la realidad que lo circunda. En el programa el mundo es un lugar malísimo pero no se sabe bien porqué. Como si tuviera una falla ontológica, algún truco ejecutado por un dios bromista. La hostilidad del mundo es un defecto de base, un supuesto del cual se parte y que no parece necesitar demostración alguna. O sea, el reino del periodismo y la televisión, con su narrativa pastoral y su tono melancólico y paralizante.
Pero El tiempo no para también sabe ser cool: en el look moderno de sus imágenes, en su musicalización al día (en un capítulo se la pudo oír, por ejemplo, a Carla Bruni ); en sus actores que parecen elegidos menos por sus condiciones artísticas que por su carácter paradigmático, como si fueran elementos de una constelación. Hablando de actores: la participación de Sofía Gala es particularmente afortunada. La relación con su madre Luna (Nacha Guevara) no es nada apacible, ella capaz que le dice borracha de mierda, y la otra le contesta vos putita callate la boca. O lindezas por el estilo. Uno no puede dejar de imaginar escenas parecidas entre Moria y su hija. Los demás ahí andan, yendo y viviendo, con mayor o menor participación según lo prescriba un guión ajustado a la tiranía del rating medido “minuto a minuto”.
El mundo en El tiempo no para es feo, seguro. Pero la gracia y desenvoltura de Sofía Gala Castiglione lo hacen un poquito mejor.