BAFICI 2006: Ituzaingo zen
Hace un rato ya que el cine de Raúl Perrone cambió. En un momento dado algo del orden de la adultez, o más bien del mundo de los adultos, que no es lo mismo, se metió en sus películas, introdujo en ellas cierta gravedad, cierta amargura. Sus jóvenes más o menos rockers devinieron de pronto maridos frustrados, futuros padres desesperados: el personaje de Iván Noble en Peluca y Marisita es un ejemplo. En Late un corazón vimos como esta nueva situación cinematográfica de Perrone se afianzaba, se metía en cada hueco de esa casa en la que vivían los protagonistas. Incluso por primera vez parecía insinuarse allí un fantasma, una presencia familiar en el cine argentino menos interesante. Hablo de la nostalgia. Su película parecía referir por defecto a otro mundo, uno mejor, que ya no era posible bajo los cielos de Ituzaingo sino como evocación resignada. Pese a ese peligro, soslayado con mucha elegancia, su cine supo hacerse más seguro y sofisticado, menos preocupado por retratar con gracia a sus personajes que por registrar con rigor ese sentimiento de pérdida.
En La mecha, para mi gusto su mejor película, llevaba esa voluntad de registro de lo perdido a un extremo. La mecha no se refiere a ninguna mujer llamada Mercedes sino a la mecha de un calentador que el protagonista sale a buscar en un día más que desapacible por medio Gran Buenos Aires. Juan José Becerra describió bellamente a la película como un tratado sobre la durabilidad de los objetos. Eso está muy bien. Pero, además de ser extraordinaria, La mecha proponía casi un único momento de respiro con un sorpresivo hallazgo: una pareja de japoneses con la que el protagonista se topaba en medio de su travesía. Implantada en el Oeste bonaerense, esta rareza acaso nos daba un indicio de un rumbo nuevo. Porque resulta que en Tarde de verano, la última película de Perrone, tenemos un romance entre un argentino y una japonesa, de modo que lo japonés ha entrado de lleno en el cine argentino finalmente. De algo de esto se ocupó Quintín aquí al lado, en su diario sobre el Bafici para el blog Los trabajos prácticos.
Pero yo quería hablar de Tarde de verano. En un nuevo giro, Perrone ha entrado en una especie de placidez, de calma feliz. Su película es ligera y sus planos son quizás más fluidos que nunca. Es cierto, persiste siempre esa ciudad bastante fea (que me perdonen sus habitantes), ese tránsito abigarrado, ese bochinche de radios, bocinas, televisores, altavoces, Perrone siempre trabajó muy bien el sonido ambiente; las conversaciones fuera de campo. Esos cielos grises. Pero hay algo parecido a la felicidad, con todos los matices que se quiera, que ha entrado en el mundo del director, que discurre en sus imágenes como un río tranquilo. Porque no se me ocurre definir de otro modo que no sea con la palabra feliz a ese extensísimo plano secuencia de la chica japonesa andando en bicicleta con el que empieza la película. La chica pedalea, se deja llevar en rueda libre, dobla una esquina pedaleando, otra vez rueda libre, otra vez a pedalear, otra esquina. Rueda libre otra vez. Otra esquina. Y así. La cámara la toma de frente sin abandonarla un instante. Esto ya es un indicio, una toma de posición. Es que en Tarde de verano Perrone ha hecho algo muy curioso. No utiliza esta historia de amor interracial para establecer un sistema de opuestos digamos, como si fuera un despliegue de figuras enfrentadas que marquen diferencias de idiosincrasia, de comportamiento, etc. Aquí lo japonés (cualquier cosa que esto sea) gana rotundamente, se apodera de las imágenes, omite los diálogos (los dos protagonistas prácticamente no se hablan en toda la película), acerca a los personajes y sus circunstancias al, si se me permite el disparate, terreno del kabuki.
Seguro que si Perrone oyera esto no le gustaría. Eso pasa. Si uno le dice a un artista que prefiere sus primeras obras a las últimas, él siente que se le está endilgando una pérdida de creatividad y se disgusta. Si se le dice que las últimas están mejor logradas que las primeras, percibe que se le está señalando un giro o un cambio de rumbo en su modo de trabajar que él no ha advertido. Y se disgusta también. De modo que no hay caso.
Pero a mí me gustan más sus últimas películas. En Tarde de verano el estado de enamoramiento de sus personajes (estado siempre precario, provisional, inestable: peligroso) se traduce en la película toda como estado de gracia (no comicidad): de embelesamiento, de jovialidad, de entusiasmo. En definitiva, un cine otra vez nuevo.